Sobre la restauración de viejos edificios históricos
¿Cuántos edificios tenemos en Valladolid y sus pueblos que están sucumbiendo al paso del tiempo? ¿Cuántas pequeñas moles que ven como se acaban sus días tras aquellas importantes funciones que cumplieron en otros tiempos? ¿Cuántos pedazos de historia que han estado ahí siempre y que vemos como, con el paso de los días, van perdiendo su vida piedra a piedra?
Y como estos, miles. Miles a lo largo y ancho de la geografía vallisoletana. Desde fábricas de harinas que en otros tiempos fueron la fuente de ingresos de todo un pueblo hasta iglesias que sirvieron de refugio y no sólo ante los ojos de Dios. Desde viejos telégrafos ópticos que hicieron las delicias de los antiguos comunicantes hasta pequeños molinos que, gracias al trabajo de nuestra principal arteria llamada Duero, consiguieron moler nuestro grano.
Son edificios que hoy se ven y parece que intentan, renqueantes, vivir sus últimos días con más pena que gloria, como viejos guerreros que recuerdan los tiempos en que aún tenían fuerza para levantar su espada y defender su libertad.
No son grandes obras arquitectónicas, no. No recuerdan a grandes arquitectos de otros siglos. Son obras anónimas cuyo único pecado fue dejar de tener utilidad. Y hoy están casi por los suelos.
No sólo deberían ser restaurados para disfrute de aquellos que nacimos en una época de modernidades donde aquellos edificios quedaron obsoletos. Deberían ser restaurados por el peligro que ello conlleva. Están casi en la ruina y el más leve soplo de viento podría dar con ellos en el suelo. Con ellos y con los curiosos que siguen admirando su viejo esplendor olvidado.
Por ellos van estas pocas líneas. Son pocas, la verdad, pero escritas desde un punto en el que se puede observar un viejo telégrafo que resiste inerte al paso del tiempo.
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